¿Y si no te clavás la pasti?

Un elogio al sentirse vital y al conocimiento de uno mismo.

El consumo de drogas elaboradas sintéticamente aumenta en escalada ente los adolescentes y jóvenes. Sedronar describe un incremento del 146% en el consumo de drogas ilícitas en los últimos siete años, comparando cifras de 2010 con registros de 2017, en Argentina. (Estudio 2017 de consumo de sustancias psicoactivas, Sedronar, Argentina)

«Me clavé la pasti, me puse duro», dicen algunos jóvenes cuando relatan la experiencia de consumo de éxtasis o cocaína.

¿Para qué nos drogamos los seres humanos?

No pretendo abarcar la complejidad de esta pregunta en unas líneas. Solo me referiré a una de las múltiples causas: el intento de anestesiar el sentir para disociar de la conciencia las resonancias afectivas que nos despiertan los distintos acontecimientos de la vida.

El uso de este tipo de drogas genera euforia, hiperactividad, un intenso bienestar y una disposición al contacto sensorial con los otros, pero, al mismo tiempo, nos desconectan de la vivencia emotiva más profunda que viene de la introspección.

Al alterar los sentidos que son las vías de entrada por donde nos conectamos con la realidad y sus aconteceres, y al conducirnos hacia las conductas impulsivas propias de las adicciones, el sentir se desdibuja. El consumo nos aleja de la capacidad de poder hablar de los sentimientos, endureciéndonos. Estas sustancias nos impiden mirarnos con profundidad a nosotros mismos. Representan un duro golpe a la capacidad de la mente de lograr interioridad.

Al irse los efectos, puede aumentar la paranoia y la desconfianza y, como consecuencia, producir un aislamiento de aquellas personas que no forman parte del medio que consume.

La vida nos presenta una paleta rica y compleja en matices afectivos. Pero, a su vez, nos inquieta, nos desafía con sus tensiones. Nos atraviesan estados emocionales complejos como el gozo, la angustia, la alegría, los miedos y la osadía que viene del sentirse vivo. Nos habitan tanto el entusiasmo y la pasión, como ese temido vacío al que quiero hacer referencia en este escrito.

¿Qué implica sentirse vacío? Un desierto de sentido, un silencio desolador que bien describen los poetas, los músicos y pensadores de todos los tiempos y culturas. Se vive como una tormenta lenta, como un tiempo detenido. Es como un eco hueco que pide ser llenado con palabras significativas para nosotros mismos, y con valores y acciones que le den un sentido a nuestro existir.

El vacío nos impregna de su tono gris opaco, pero a partir de un trabajo sostenido de la persona, se podrá convertir en el brillo que da la pasión y en un entusiasmo que sana. Se tratará de transformar ese vacío, gracias a las ganas de vivir que dan los proyectos arraigados en nuestra singularidad, en una postura valiente que nos mantenga erguidos a pesar de las pérdidas y frustraciones que la misteriosa vida nos presenta. Si podemos integrar el sufrimiento con el gozo en todas sus manifestaciones, la vida se nos hará más plena. Sobran ejemplos de personas que atravesaron las más crueles de las experiencias, guerras, exilios, desastres naturales y que lograron a través de la resiliencia transformar el dolor en crecimiento. Pero lo que las une es, además, un trabajo que hicieron con su interioridad, un darse cuenta de lo que estaban viviendo y a partir de ahí una decisión consciente de salir hacia adelante realizando proyectos significativos.

¿Cómo se activa el ser para afrontar la vida desde una integración del sentir con el pensar y con las acciones que nos proyectan hacia el futuro?

Las emociones, vitales pero que podemos adormecer al consumir, se despiertan tanto a través del arte, como en ese trabajo que hacemos con vocación y por supuesto en el amor en todas sus formas. Son inmensas las oportunidades que se nos presentan para que las vivamos desde la sintonía entre la realidad y nuestro sentir. En la vida «dibujamos un camino personal, un rastro distintivo propio, conformado con las huellas de todos nuestros pasos» dice Joan Garriga, (Garriga, J. Vivir en el alma. Ed. Rigden, 2013). El desafío es mirar esos pasos, mirar los propios pies, para seguir eligiendo por dónde dar los próximos y valorar lo caminado. Y para esto debemos estar conectados con nosotros mismos y en sintonía con los demás. En la conexión con los otros nuestra autoconciencia crece casi sin límites. Pero para que esto suceda la conciencia tiene que estar en su estado puro, sin alteraciones químicas. Para poder lograr conexiones reales y profundas.

Y, además, para que vivamos en sintonía con lo que nos pasa, la personas tenemos que poder perderle el miedo a esa desolación que llegamos a sentir en distintos momentos. El vacío asusta, pero al ser enfrentado y tomado como parte de la vida, se torna en una pista de despegue para que los deseos irrumpan con su fuerza. Desear vivir es una fuerza que viene de sentirse vacío, carente y necesitado. Sin vacío no hay deseo.

Se tratará entonces de aceptar todas nuestras vivencias y pensamientos y también todas nuestras formas de ser, de pensar y de sentir. Esos yoes que forman parte de nuestra compleja y enriquecida identidad. En la progresiva aceptación de uno mismo, creceremos en la sintonía con todo nuestro ser y con nuestro contexto. Pero esto implica un fuerte trabajo interno. Querer ser uno mismo es un acto de coraje.

Para aceptarnos, habrá que salir de los juicios con los que nos condenamos a esa constante insatisfacción neurótica, para que a partir de una mayor compasión con uno mismo nos permitamos equivocarnos y valoremos ya el intento de buscar lo propio.

Los proyectos personales forman parte de uno de los grandes pilares en la prevención de las conductas adictivas.

Ahora… ¿qué lugar tiene la familia en este desarrollo?

Creo en la familia como un poderoso escenario de prevención del consumo de sustancias. Para eso es esencial educar hijos que le vayan perdiendo el miedo a su sentir. Que sepan hablar de emociones con la naturalidad de alguien que se muestra permeable a la experiencia. Hijos vulnerables. Educar hijos habilitados en la autoconciencia y en la expresión afectiva previene conductas de riesgo en la juventud y en la adultez. Que busquen llenar su existencia con entusiasmo, que se dirijan activamente hacia donde su pulso vital los lleve. Hijos creativos, que trabajen en sí mismos, hijos que amen.

Se tratará de ser padres que sostengan la existencia, esto implicará mirar hacia ese lugar al que nuestro hijo mira con entusiasmo, estar disponibles para que perciba nuestra confianza y desde esa profunda experiencia de aceptación se anime a transformar sus vacíos en energía vital, en un pulso que lo mantenga en camino hacia adelante.

Al hijo se le facilita el crecimiento si cuenta con la aceptación incondicional de sus padres hacia lo que él es, así podrá tomar de ellos la fuerza para vivir su vida. Para esto tendremos que renunciar como padres al intento de educar hijos perfectos y exitosos para poder darle cabida a la vulnerabilidad y a la identidad real de nuestros hijos. Una identidad que naturalmente irá hacia adelante, pero si recibe del mundo la confianza y la legitimidad para hacerlo. Un hijo aceptado crece, se despliega, un hijo rechazado, cuestionado, que no alcanza para sus padres, se detiene, se inhibe quizás esperando que se lo mire y se le dé un lugar.

El exitismo deshumaniza y lleva al consumo como una forma de tratar de sostener a cualquier costo la presión o bien negar la tensión de tener que alcanzar esa perfección ilusoria.

Al sentirse suficiente, un hijo saldrá confiado a realizarse y a tomar su rumbo, sin sustancias que lo detengan, lo distraigan o lo bloqueen. Podemos criar hijos que desde la fuerza que da el autoconocimiento y la aceptación, se animen a desafiarse a sí mismos diciéndose: ¿Y si no te clavás la pasti?

Matías Muñoz Lic.

Psicología MN 31446 MP 91343