Cultivar en los hijos el amor propio para que se mantengan alejados de los riesgos

Noches de fin de semana. Grupos de adolescentes eligen como punto de encuentro distintos lugares de la ciudad. Arrancan esa «previa» con un fuerte consumo de alcohol. Las botellas empiezan a vaciarse interpelándonos a todos los adultos que acompañamos su crecimiento. Muchos de ellos denotan, en sus rostros, una infancia recientemente en retirada que, a su vez, denuncia que todavía no pueden cuidarse del todo solos. Caras de niñas y niños jugando a un juego peligroso. Noches oscuras de seres en pleno esplendor.

En ellos, hay algo de soledad que me impide ver en esa escena repetida sólo una reunión de amigos. Una soledad que percibo como desamparo. Probablemente, varios de los que leen estas líneas estén preocupados por sus hijos y conectados con lo que ocurre para cuidarlos. Sin embargo, algo del contexto nos vence si tan prematuramente se ponen en riesgo.

Múltiples causas generan estas conductas de consumo. Ya sea por la necesidad de pertenencia y de valoración de su grupo de pares; por intentar atenuar sensaciones de vacío y de falta de entusiasmo en sus vidas; por la dificultad para regular su impulsividad; o, en otros casos, como un intento para anestesiar frustraciones con las que la vida los confronta. Además, subyace a todas estas conductas de riesgo un mensaje encubierto al mundo de los adultos que habla de la necesidad de establecer vínculos de confianza que brinden seguridad emocional. Así el adolescente muestra una doble motivación: sentirse autónomo, pero también cuidado. Busca figuras de sostén e identificación que cuiden y, al mismo tiempo, otorguen la progresiva confianza para la autonomía y el crecimiento.

Vivimos en un contexto complejo que nos pide, desde la más temprana infancia, nuestra presencia activa como padres. ¿Qué implica una presencia activa? La posibilidad de poder demostrar de forma explícita el amor que sentimos por ellos. Ese afecto que expresamos en los juegos, en los abrazos, en las palabras y, también, en los límites que ponemos en función de lo que cada edad requiera.

Poner un límite en el momento adecuado tiene el mismo valor que dar un abrazo: nutre, protege y, aunque irrite, transmite amor. Se trata de la combinación entre un diálogo que acerca y un límite que cuida. Y al sumarle a la puesta de límites una mirada de aceptación incondicional por lo que ellos son, vamos aportando solidez a la construcción de su amor propio, que consiste en que tengan una imagen valiosa de su forma de ser. Así, progresivamente, desde esa vivencia de amor a sí mismos, generen autocuidado.

Con límites y una clara experiencia de ser amado, cada hijo, podrá decir que no al riesgo y sí a esa enorme vida que irrumpe en el amanecer de la juventud, etapa tan creativa y luminosa. Pero esto ocurrirá si los ayudamos a correr los velos de las sustancias que les nublan la conciencia y les anestesian el deseo. Con proyectos que entusiasmen y con amor a ellos mismos y a los demás, todo riesgo quedará atrás. Sólo quedarán como conductas aisladas que muestran una transgresión de la etapa vivida.

Y como en la adolescencia se desea la autonomía -se busca poder estar sin los padres presentes- es que es tan necesario incorporar el amor propio desde la más temprana infancia. Será lo que les sirva de herramienta para enfrentar las decisiones que van tomando en cada ensayo de independencia.

Todavía en su adolescencia, somos sus guías y compartimos con cada uno el hecho de sostener su propia existencia. Y así se irán apoderando, de a poco, de lo propio. Se trata de sostenerlos para que puedan sostenerse a sí mismos y de desplegar nuestro proyecto, ahora concretado, de ser padres.

Acompañemos así su crecimiento y soltemos a nuestros hijos en el momento adecuado.

Fuente: La Nación